viernes, 7 de septiembre de 2012

La construcción

Diario de Venecia


22 de abril


Había tomado la indeclinable decisión de irme, porque no quería quedarme nuevamente solo. Durante todo el día había pasado buscando un alojamiento diferente al que estaba, y no hallaba uno que no tuviera lo que tanto daño me hacía: el ruido ensordecedor de los otros. Sin embargo, pensar en la absoluta soledad, era apenas una utopía irrealizable, desde el momento en que me había declarado ser humano.
Tenía a Vivaldi en la cabeza todo el día. Cuando escuchaba su música, se me venían, como trombas desbocadas, las imágenes de las iglesias y palacios venecianos, que tanto había admirado y que tanto me habían subyugado en los días de aquel otoño que caminé por la ciudad. Vivaldi, el "prete rosso", se asomaba por detrás de uno de esos muros, desgajados, como si hubiera estado espiando cada paso que daba, en una ciudad que, a esas alturas, estaba desierta, porque mi memoria había hecho una abstracción de las personas y había dejado lo que perdura: su arquitectura y su arte.
Todos estos recuerdos me habían empezado a provocar una sutil maraña en la percepción que tenía del tiempo. En efecto: eran tantos y tan tortuosos que estaban formando una especie de nudo cruel, oscuro, denso. Casi impenetrable.


23 de abril

Entonces, me detuve en una esquina oscura, a pesar de que apenas promediaba la tarde. Venecia parecía tener esos rincones que me dejaban inerte, como si estuviera demorando los minutos frente a una memoria ausente y ahora quisiera recogerla como se recoge un fruto recién caído del árbol, sólo que este árbol, tenía toda la apariencia del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. El concierto para dos violines y cuerdas de Vivaldi estaba sonando en su versión original en el atrio de una vieja iglesia cerrada y casi derruida. Era un grupo de jóvenes músicos. Me acerqué hasta ellos, y pude verlos en su estado de ascesis, con sus ropas raídas y sus miradas puestas en los instrumentos y el espíritu entero depositado en los sones dorados que afloraban de esos arcos.


24 de abril

Fui hasta el hotel y me quedé en la puerta, mirando cómo empezaban a caer las primeras gotas de una lluvia serena, que apenas humedecían el piso. La calle era angosta y empedrada. En frente había una casa con planta alta, de esas casas del siglo XIX o más antiguas, que persisten al paso del tiempo gracias a la insistente conservación de quienes se empecinan en vivir en ellas.
En la planta alta había una gran ventana abierta, de cuyo interior provenía la música apacible de un piano, que parecía acariciado en sus teclas. Permanecí escuchando esa música y admirando la lluvia.
Greta se levantó del sillón y fue hasta el piano. Escuché unos sones que reflejaban la perfección dorada de una armonía sólo comparable con el sonido de la naturaleza. Después de ese éxtasis, el silencio, la ventana abierta, que daba a la calle, la lluvia, la noche, y toda la noche en Greta.

25 de abril

El bosque era una figura perfecta frente a la casa. Permanecimos allí toda la mañana. No quise preguntarle a Greta nada. Ella nada me preguntó a mí. No queríamos, acaso por un pacto tácito, hablar de nada que formara parte del pasado. De nuestros pasados. Éramos puros presentes y no habríamos de buscar nada más que eso: seguir siendo presentes puros.

26 de abril

Cuando desperté, Greta no estaba a mi lado. La cama parecía un páramo desolado. Por la ventana entraba una luz blanca y húmeda. Permanecí acostado, mirando el techo lejano y gris. El piso era de una madera monótona y las paredes estaban cubiertas con cuadros. Traté de recordar algo de lo que había ocurrido la noche anterior, sin embargo todo se me aparecía en medio de una bruma viscosa.


27 de abril

Fui hasta la ventana. Miré hacia afuera. Un aire húmedo y fresco confirmaba la sensación que había dejado la lluvia tenue que había caído durante la noche. Pero ya no estaba en la planta alta de la casa frente al hotel de Venecia. Ahora, la ventana me descubría un lago apacible y rodeado con árboles; y el edificio era, ahora, una casona, en el campo.
Salí de la habitación y busqué a Greta. Recorrí pasillos infinitos y en penumbra, hasta que desde lejos escuché el piano de Greta. Me dejé llevar por ese sonido, y de lejos vi una luz poderosa que venía de una de las habitaciones de esa casona unánime. Luz y música eran una sola misma materia; una sola y misma esencia, ambas girando en torno del cuerpo desnudo de Greta, quien, en medio de un éxtasis de ejecución, no hacía otra cosa que regalarme una perfecta armonía. Ella era toda armonía. Y su música, también.


28 de abril

Antes de que el crepúsculo se fundiera con la noche, salí a caminar por el bosque. Desde la casona venía la música de Greta, que ahora era la maravillosa melopea de Satie. Eran las "Gymnopédies" que llegaban sin solución de continuidad. Esa música me fue llevando por unos recuerdos de hechos y de sensaciones que nunca antes había tenido ni experimentado. Me fascinaba pensar que Satie las había compuesto como una forma de demostrarse que la sencillez, en medio de la complejidad de las vanguardias, era algo totalmente posible y necesario.
Cuando regresé a la casona, Greta no estaba en su piano; yo tampoco estaba en la casona; tampoco estaba en el piso frente al hotel. Mi cuerpo abandonado y húmedo, permanecía en un rincón de la calle, donde estaba el hotel.
Miré hacia uno de los costados, y vi cómo una mujer se acercaba lentamente.
Era Greta.
Cuando llegó hasta donde yo estaba, se detuvo y alargó su brazo hacia mí. La mano delgada, con dedos extensos, fue una especie de llamarada blanca, que colmó de calor mi pecho. Y fui con ella, y estuve esa noche, en la planta alta de la casa frente al hotel, admirando la armonía y la música y el cuerpo y los sonidos dorados de Greta, junto a la lluvia tenue, la calle empedrada, en Venecia.
Desperté en la habitación del hotel. No sabía con exactitud qué momento del día era. Un aire celeste me dejaba un relente agradable en la piel de mi pecho, ahí, donde Greta había dejado su aroma, y yo todavía seguía percibiéndolo, no como un recuerdo vano sino como una memoria sutil, de quien ha regresado de una travesía por el cielo.
Me levanté y di una vuelta por la habitación, hasta que encontré, sobre la mesita de luz una nota de Greta que me decía que me esperaba en el Campo de San Polo.
Cuando llegué, la plaza amplísima estaba desierta. El mismo aire que entraba a la habitación del hotel, daba en mi rostro, y en el momento en que había perdido la esperanza de encontrarme con Greta, alguien tocó mi hombro. Al darme vuelta no encontré a nadie. Pensé que estaba enloqueciendo.

29 de abril

El conserje me dijo que una mujer me había estado buscando.
Me lo dijo mientras me entregaba un pequeño papel doblado.
Cuando lo abrí, esperando encontrar una nota de Greta, traté de descifrar lo que decían esas letras apretadas.
Pero pude reconocer no era la letra de Greta.
El mensaje encerraba una dirección.
Iría al otro día. En ese momento necesitaba descansar.


30 de abril

Tuve que mirar el cielo una vez más, porque no estaba en el lugar en el que pensaba que estaba. El cielo seguía siendo mi referente: apenas nublado, con una llovizna permanentemente amenazante y una brisa fresca y húmeda, que hacía más fantasmal cada calle por la que caminaba.
Esa sensación inicial: la ciudad, ahora, parecía desierta y sus calles empedradas eran unos pasillos grises, en medio de la penumbra. Sin embargo, lo extraño era esa claridad que no dejaba que el día terminara.
Después, habría de caer en la cuenta de que necesitaba luz para cumplir con el designio que tenía marcado en el centro de mi pecho, como si se tratara de un tatuaje realizado por los dioses: encontrar a Greta.
Fue entonces, cuando escuché desde lejos la música tenue de un piano, que provenía de una casona que parecía abandonada. No me costó reconocer esos sones que había escuchado en tantas noches junto a Greta.
Caminé lentamente, hasta que llegué a la casona. Busqué por las habitaciones derruidas; recorrí la extensa galería que rodeaba el patio desierto; y llegué a un pequeño cuchitril en el que había un piano. Un piano devastado por el tiempo.
Un piano solo.
Y nada más.

jueves, 12 de enero de 2012

El cuerpo hermético (Novela por entregas)





2

            Rivas fue el primero en advertir la ausencia de Lucerna.
            - Lucerna todavía no ha venido, dijo. ¿Sabía que nos reunía­mos?
            Molfino lo miró y le respondió:  
            - Hace más de veinte años que nos reunimos aquí, todos los sábados a esta hora, a picar algo y a tomarnos unas cervezas. Seguro que tuvo un contratiempo, y no ha podido venir. Nada más.
            Molfino tenía la costumbre de minimizar las cosas. Era su forma de afrontar los hechos cotidianos, si no, si te tomás todo a la tremenda, te da el paro cardíaco, y no servís para nada más, era el credo de Molfino, que se ocupaba de reiterar.
            En eso, Lucerna entró al bar.
            Había bastante gente, mozos que caminaban entre las mesas, individuos que se levantaban y que se rozaban entre sí. Todo era ese murmullo que se mezclaba con el chocar continuo de vidrios, lozas y vajilla metálica. Y el típico aroma de frituras y de hornos trabajando al máximo, por tratarse de un local que, por tradición, cuidaba con esmero todos los detalles, para que sus clientes estuvieran a gusto.
            - Te demoraste, Lucerna, le dijo Molfino.
            - Sí. Tenía que arreglar unos asuntos en el estudio. Ya está. ¿Pidieron algo para mí?
            - Todavía no, le contestó Rivas. ¿Te pasa algo?
            - No...
            El tono de voz y el rostro de Lucerna revelaban una preocupación, advertida por los viejos amigos.
            - Acá te conocemos hace mucho, y vos andás con problemas, le dijo Rivas.
            Lucerna confesó que estaba haciendo seguir a su mujer, porque sospechaba que lo engañaba con otro tipo.
            - ¿Irma sería capaz de eso?, le preguntó Molfino.
            Todos conocían a Irma, la esposa de Lucerna. Todos habían estado presentes en la ceremonia y en la fiesta de casamiento de Lucerna con Irma. Y de esto había pasado muchísimo tiempo.
            - Tengo mis presunciones, respondió Lucerna con tono seco.
            - ¿Y quién está haciendo ese trabajo?, preguntó Rivas.
            - Un tipo que se llama Portese. ¿Lo conocen?
            Ambos negaron con la cabeza. En eso llegó el mozo.
            - Traete una picada completa y tres cervezas, le dijo Rivas.
            - Quiero algo fresco, dijo Lucerna, mientras miraba por la ventana del bar. Traeme agua mineral, sin gas. Después, me tomo la cerveza. Pero primero necesito agua, porque tengo la garganta reseca.
            Los otros dos amigos se miraron con sorpresa. Lucerna no era de los que tenían el hábito de aclarar la garganta con agua. Parecía que el asunto de su mujer lo tenía bastante preocupado, como para dejarlo pasar con ligereza.
            - El tipo ese, Portese, me dijo algunas cosas que me han puesto nervioso. Nada más.
            Rivas y Molfino temían que su amigo se quebrara. De todos modos, estaban ahí para ayudarlo. Tantos habían sido los momentos compartidos, buenos y malos, que ahora tenían otra oportunidad para demostrar el verdadero valor de la amistad.
            - ¿Cuándo tenés que ver de nuevo a Portese?, le preguntó Rivas.
            - Mañana, pero no es necesario que me acompañen. Portese es medio duro para decir las cosas, pero sabe lo que hace.
            - ¿Quién te lo recomendó?, preguntó Molfino.
            Lucerna demoró antes de responder. Hubo un titubeo en el tono de la voz.
            - Ustedes saben que tengo algunos amigos en la política, empezó diciendo.
            En ese momento, Lucerna se dio cuenta de que debería haber callado tal confidencia. Pero ya estaba: siguió con lo que había empezado.
            - bueno, ustedes saben que tengo algunos amigos en la política, y acudí a uno de ellos para que me dijera quién podía hacer ese trabajo. Y salió el nombre de Portese.
            Los amigos lo miraban, mientras escuchaban cada palabra. No se trataba de horrorizarse por lo que Lucerna les decía, sino de ver cómo todavía había mecanismos que se conectaban en una sociedad que se suponía en vías de saneamiento.
            - Creo, empezó diciendo Rivas, que estás en un camino medio peligroso. Haber confiado en un tipo de la traza de lo que debe ser ese tal Portese, es algo arriesgado. ¿A vos qué te parece?, preguntó mirando a Molfino.
            Molfino hizo un prolongado silencio.
            - Supongo que tendrás razones suficientes para hacer lo que hiciste. Pero coincido con Rivas en que deberías haber tenido cuidado antes de elegir a la persona, que iba a controlar los movimientos de tu mujer.
            - Me juraron que es un tipo de máxima confidencialidad, gritó Lucerna.
            - Tranquilo, le dijo Rivas.
            - Va a hacer su trabajo, cobrará por el trabajo que hizo, y listo. Pero no creo que sea para tanto.
            - Vos sabés que los políticos, por ahí se mueven en cada mundo…, dijo Molfino.
            - Sí, pero era lo que me quedaba por hacer. Ponete en mi lugar y pensá qué harías si empezás a sospechar de que tu mujer anda con otro tipo.
            - Trato de hablar con ella, le respondió Molfino con un tono sobrador.
            - No tenía demasiadas evidencias.
            - Entonces, ¿por qué la hacés seguir?
            - Porque la pesqué en dos llamadas telefónicas raras, y en algunos comportamientos que nunca antes había tenido conmigo.
            Todos hicieron silencio mientras el mozo dejaba sobre la mesa el pedido que habían hecho.
            Esto sirvió para descomprimir en algo la tensión que se había generado.
            Lucerna, cumpliendo con lo que había establecido, sorbió casi de un trago, ante la mirada atónita de sus dos amigos, la botellita de agua mineral que le habían traído. No sirvió el líquido en un vaso; la tomó directamente del pico de la botella. Esta actitud revelaba el estado emocional en el que estaba.
            - ¿Y qué vas a hacer mañana, con Portese?, preguntó Molfino.
            Lucerna, ahora más aliviado, sirvió cerveza en todos los vasos, y dijo:
            - Mañana voy y le llevo algo que tengo, y que Portese busca.
            - ¿Qué es?, si se puede saber, preguntó Rivas.
            - Antigüedades, respondió Lucerna.
            - ¡Ah!, el tipo parece que es de los finos…, dijo Rivas en tono irónico, al momento en que se llevaba un maní a la boca.
            - No sé, dijo Lucerna. Es lo que me pidió. No tanto dinero como esos objetos. Y como los tengo, se los voy a llevar.
            - ¿Y Segura?, preguntó Molfino.
            Molfino tragó un sorbo de cerveza y dijo:
            - Ese me avisó que no venía. Que tenía que ir a hacer un trabajo al interior.
            - Y bueno. Él se lo pierde, dijo Lucerna más tranquilo. ¿En qué anda Segura? Hace mucho que no lo veo.
            - Vos sabés que el General tiene sus negocios en distintos lugares. Hace ya un tiempo que abrió una sucursal de su agencia inmobiliaria en el norte, donde hay campos que se venden o alquilan, tipos que quieren vender o alquilar sus campos, y tipos que quieren comprar o alquilar campos. Sobre todo, extranjeros que vienen con la plata en la mano. Conclusión: el General está haciendo muy buen dinero. Eso de retirarse a tiempo del ejército fue lo mejor que pudo hacer.