jueves, 12 de enero de 2012

El cuerpo hermético (Novela por entregas)





2

            Rivas fue el primero en advertir la ausencia de Lucerna.
            - Lucerna todavía no ha venido, dijo. ¿Sabía que nos reunía­mos?
            Molfino lo miró y le respondió:  
            - Hace más de veinte años que nos reunimos aquí, todos los sábados a esta hora, a picar algo y a tomarnos unas cervezas. Seguro que tuvo un contratiempo, y no ha podido venir. Nada más.
            Molfino tenía la costumbre de minimizar las cosas. Era su forma de afrontar los hechos cotidianos, si no, si te tomás todo a la tremenda, te da el paro cardíaco, y no servís para nada más, era el credo de Molfino, que se ocupaba de reiterar.
            En eso, Lucerna entró al bar.
            Había bastante gente, mozos que caminaban entre las mesas, individuos que se levantaban y que se rozaban entre sí. Todo era ese murmullo que se mezclaba con el chocar continuo de vidrios, lozas y vajilla metálica. Y el típico aroma de frituras y de hornos trabajando al máximo, por tratarse de un local que, por tradición, cuidaba con esmero todos los detalles, para que sus clientes estuvieran a gusto.
            - Te demoraste, Lucerna, le dijo Molfino.
            - Sí. Tenía que arreglar unos asuntos en el estudio. Ya está. ¿Pidieron algo para mí?
            - Todavía no, le contestó Rivas. ¿Te pasa algo?
            - No...
            El tono de voz y el rostro de Lucerna revelaban una preocupación, advertida por los viejos amigos.
            - Acá te conocemos hace mucho, y vos andás con problemas, le dijo Rivas.
            Lucerna confesó que estaba haciendo seguir a su mujer, porque sospechaba que lo engañaba con otro tipo.
            - ¿Irma sería capaz de eso?, le preguntó Molfino.
            Todos conocían a Irma, la esposa de Lucerna. Todos habían estado presentes en la ceremonia y en la fiesta de casamiento de Lucerna con Irma. Y de esto había pasado muchísimo tiempo.
            - Tengo mis presunciones, respondió Lucerna con tono seco.
            - ¿Y quién está haciendo ese trabajo?, preguntó Rivas.
            - Un tipo que se llama Portese. ¿Lo conocen?
            Ambos negaron con la cabeza. En eso llegó el mozo.
            - Traete una picada completa y tres cervezas, le dijo Rivas.
            - Quiero algo fresco, dijo Lucerna, mientras miraba por la ventana del bar. Traeme agua mineral, sin gas. Después, me tomo la cerveza. Pero primero necesito agua, porque tengo la garganta reseca.
            Los otros dos amigos se miraron con sorpresa. Lucerna no era de los que tenían el hábito de aclarar la garganta con agua. Parecía que el asunto de su mujer lo tenía bastante preocupado, como para dejarlo pasar con ligereza.
            - El tipo ese, Portese, me dijo algunas cosas que me han puesto nervioso. Nada más.
            Rivas y Molfino temían que su amigo se quebrara. De todos modos, estaban ahí para ayudarlo. Tantos habían sido los momentos compartidos, buenos y malos, que ahora tenían otra oportunidad para demostrar el verdadero valor de la amistad.
            - ¿Cuándo tenés que ver de nuevo a Portese?, le preguntó Rivas.
            - Mañana, pero no es necesario que me acompañen. Portese es medio duro para decir las cosas, pero sabe lo que hace.
            - ¿Quién te lo recomendó?, preguntó Molfino.
            Lucerna demoró antes de responder. Hubo un titubeo en el tono de la voz.
            - Ustedes saben que tengo algunos amigos en la política, empezó diciendo.
            En ese momento, Lucerna se dio cuenta de que debería haber callado tal confidencia. Pero ya estaba: siguió con lo que había empezado.
            - bueno, ustedes saben que tengo algunos amigos en la política, y acudí a uno de ellos para que me dijera quién podía hacer ese trabajo. Y salió el nombre de Portese.
            Los amigos lo miraban, mientras escuchaban cada palabra. No se trataba de horrorizarse por lo que Lucerna les decía, sino de ver cómo todavía había mecanismos que se conectaban en una sociedad que se suponía en vías de saneamiento.
            - Creo, empezó diciendo Rivas, que estás en un camino medio peligroso. Haber confiado en un tipo de la traza de lo que debe ser ese tal Portese, es algo arriesgado. ¿A vos qué te parece?, preguntó mirando a Molfino.
            Molfino hizo un prolongado silencio.
            - Supongo que tendrás razones suficientes para hacer lo que hiciste. Pero coincido con Rivas en que deberías haber tenido cuidado antes de elegir a la persona, que iba a controlar los movimientos de tu mujer.
            - Me juraron que es un tipo de máxima confidencialidad, gritó Lucerna.
            - Tranquilo, le dijo Rivas.
            - Va a hacer su trabajo, cobrará por el trabajo que hizo, y listo. Pero no creo que sea para tanto.
            - Vos sabés que los políticos, por ahí se mueven en cada mundo…, dijo Molfino.
            - Sí, pero era lo que me quedaba por hacer. Ponete en mi lugar y pensá qué harías si empezás a sospechar de que tu mujer anda con otro tipo.
            - Trato de hablar con ella, le respondió Molfino con un tono sobrador.
            - No tenía demasiadas evidencias.
            - Entonces, ¿por qué la hacés seguir?
            - Porque la pesqué en dos llamadas telefónicas raras, y en algunos comportamientos que nunca antes había tenido conmigo.
            Todos hicieron silencio mientras el mozo dejaba sobre la mesa el pedido que habían hecho.
            Esto sirvió para descomprimir en algo la tensión que se había generado.
            Lucerna, cumpliendo con lo que había establecido, sorbió casi de un trago, ante la mirada atónita de sus dos amigos, la botellita de agua mineral que le habían traído. No sirvió el líquido en un vaso; la tomó directamente del pico de la botella. Esta actitud revelaba el estado emocional en el que estaba.
            - ¿Y qué vas a hacer mañana, con Portese?, preguntó Molfino.
            Lucerna, ahora más aliviado, sirvió cerveza en todos los vasos, y dijo:
            - Mañana voy y le llevo algo que tengo, y que Portese busca.
            - ¿Qué es?, si se puede saber, preguntó Rivas.
            - Antigüedades, respondió Lucerna.
            - ¡Ah!, el tipo parece que es de los finos…, dijo Rivas en tono irónico, al momento en que se llevaba un maní a la boca.
            - No sé, dijo Lucerna. Es lo que me pidió. No tanto dinero como esos objetos. Y como los tengo, se los voy a llevar.
            - ¿Y Segura?, preguntó Molfino.
            Molfino tragó un sorbo de cerveza y dijo:
            - Ese me avisó que no venía. Que tenía que ir a hacer un trabajo al interior.
            - Y bueno. Él se lo pierde, dijo Lucerna más tranquilo. ¿En qué anda Segura? Hace mucho que no lo veo.
            - Vos sabés que el General tiene sus negocios en distintos lugares. Hace ya un tiempo que abrió una sucursal de su agencia inmobiliaria en el norte, donde hay campos que se venden o alquilan, tipos que quieren vender o alquilar sus campos, y tipos que quieren comprar o alquilar campos. Sobre todo, extranjeros que vienen con la plata en la mano. Conclusión: el General está haciendo muy buen dinero. Eso de retirarse a tiempo del ejército fue lo mejor que pudo hacer.